I
Juan I, príncipe de los árboles,
Crecía a la vera del camino, custodiado
Por las mayas que un día ardieron entre quejidos.
Eran los tiempos en que las cotorras
Aparecían en bandadas y graznidos,
Y el Edén aún pervivía en Pozo Colorado.
El hueco de tambor del tronco de aguacate,
El buey que masticaba su soledad,
El gallo doméstico, la guama floreada,
Formaban un cuadro campestre.
El olor a café colado de la abuela,
El manso pilón de moler, el zumbador
En las flores mojadas, el niño sin camisa,
Y la joven con un calabazo de agua,
Era el diario inconsciente de mi inocencia.
Las golondrinas hacían garabatos en el aire,
Y sus pitidos festeros alegraban las matas de cana.
II
La luna corría entre las nubes. Ese extraño huir
De plata deslumbró mis ojos, que aún no pensaban.
La flor de Pascua, que nacía cada año,
Crecía en la orilla de los caminos
Que siguen sin envejecer.
El fogón de leña me enseñó la brevedad
Del tiempo, cuán pronto se consume el más robusto
Tronco o rama seca. Allí, en la cocina, sin saberlo,
Veía al fuego instruir mi razón todavía niña.
En Pozo Colorado aprendí el secreto
De los manantiales, la música verdadera
Que fluía de la tierra. El olor a ciruelas silvestres -el jobo-
Las sombras que cubrían bajo las hojas
Los mangos maduros, pervive aún en la memoria,
En mi olfato, como esencia de un elixir de dioses.
III
El seto de tabla de palma dejaba colar
La astuta luz del amanecer.
Vi a mi padre hacer el nido,
lo vi clavar el futuro,
Cubrir el techo con láminas que refulgían
Cuando el sol las azotaba.
Mi padre contenía en sus labios un silbo largo,
Un rezo que se le iba por la mirada
Cuando escrutaba el cielo al caer la tarde
Con la silla en dos patas.
Yo tan sólo era. Vivía sin más sueño que el de oír
Al carpintero perforar las robustas palmeras,
En cuyo corazón brotaba la vida.
De las quebradas, las jaibas, las rabiosas
Jaibas que vaciaban las orillas del río Dajao.
¿Qué busca la jaiba en la cueva? ¿A qué viene
Ese afán de profundidad? ¿Qué hay
en lo más hondo de la cueva que allí buscan
su consuelo y su descanso?
IV
Las tormentas, los misteriosos relámpagos,
Cuyos fuetes partían troncos y abrían los cielos,
Imponían su imperio en el rural paraje de Pozo Colorado.
Los sembrados de maíz, maní, batata y yuca,
Indicaba cuán fértil y buena era la tierra. El rocío
Alegraba las hierbas que los animales
Comían con alegre voracidad.
Los insectos del campo, felicidad de mi niñez.
En el destello del pozo se bañaban las ramas
Frondosas de los árboles y las arañitas
Patas largas caminaban sin hundirse.
Por las noches, los grillos, los eternos insomnes.
Ah, los cocuyos, almas en pena que rompían
Las tinieblas con sus dos focos del más allá.
Las chicharras agitaban sus maracas
A la hora en que la brisa de adormilaba,
Y el sopor de la tarde tostaba las hierbas.
El campo, con sus secretos, se quedó en mi memoria.
Todo está como en un paraíso encantado, vivo,
Real como una fábula.
V
El ojito de sol que traspasaba el zinc,
Moneda de luz, movediza e inatrapable.
El relincho del caballo, Sacapelos,
El canto del gallo manilo; Cañón,
El perro fiel y cazador de gatos monteses,
La radio de pilas que sintonizaba arenosas emisoras,
El tabaco seco del rancho, era mi reino,
La tierra a la que quiero volver.
Deseo el retorno, el encuentro sincero
Con la quebrada que apenas llora,
Con la cigua que anida las piedras que tiré a su nido.
Quiero el fututo para anunciar mi vuelta,
Mi regreso al Charco Colín y nadar
En su quieto ojo de agua, para levantar
Las piedras de los ríos, para llorar
De alegría como ruiseñor en los naranjos.
VI
Llevo en mi macuto el trueno que desgajaba
La prodigiosa nube, los granizos que caían
Como bolas o canicas, el viento de la tormenta,
El olor a tierra arada, el mugido de la vaca parida,
El raro rebuzno de Milla, que sacara en aparejo
A Tomasa hasta el Molino que, de tan cansado,
Apenas si mueve las alas.
En mi macuto llevo los cuentos añejos,
El ladrido de los perros de caza, a Duque;
La risotada de los peones en el conuco.
Llevo en mi macuto el chisporroteo
De la leña del fogón, el canturreo
De las gallinas ponedoras, las maripositas
A la luz de los pabilos de las lámparas,
El garabato de coger café y el colín temible
De chapear broques.
En mi macuto llevo el sudor del conuco,
El lodo mañanero, el vapor de la leche
En el desayuno. Llevo la lima afiladora,
El grano ansioso de nacer.
Llevo el fuete
Con que Agustín azotaba al buey pinto.
Llevo en mi macuto el maíz en flor,
El tabaco listo para coger, la tierra
Cuarteada por la batata, la amapola colorada,
El racimo de guineo maduro en el arroyo.
Llevo el mango pinto, el vuelo sonoro
De la tórtola y el relajo de las ciguas
En el nido de las palmas.
En mi macuto llevo el manantial de agua,
La tina de Mendre, la conversación del machete
Que desbroza el sembrado; llevo la zanja del arado,
Y el resollar de la yunta de bueyes; el estallido
Del fuete, la mata de palma que retoza
Con la brisa.
Llevo en mi macuto el olor del café tostado,
El brillo azul de los ojos de Honorio y
Su sombrero de aplacar el sol; llevo los nombres
Abuelos, las bendiciones y el “Dios te críe”.
En mi macuto llevo el dolor, la muerte
De mi padre Emilio, el “le acompaño
En sus sentimientos” y el ruido ronco
De la tierra que cayó sobre su cajón
El día de su entierro.
Dios lo resucite, que sus escasos huesos
Se revistan de luz, que su nombre nazca
Como en los conucos el maíz.
Nuestros antepasados han dejado su sangre
En nuestros cuerpos. No han muerto, viven
En nuestros apellidos como la arena en el fondo
De los ríos.
Ellos en nosotros por siempre.
VII
El gato montés, forzado a subir en un árbol,
tenía el espanto en sus ojos encendidos.
Los canes, abajo, azuzaban el terror,
babeante el instinto, desesperada la caza.
Los felinos se repelían, mas se atraían.
Los canes mordían el vacío, agónicos; llenaban
el hondón del monte con su furia desatada.
Arriba el gato alzado prendía sus uñas de la rama,
en un intento desesperado de vencer su miedo,
acumulado en el espinazo engrifado y su rabo combo.
Abajo los canes olían la desesperación gatuna
y aguardaban la hora del desquite. Con sus ladridos
martillaban los oídos de su presa, la cual, al fin,
aventuró la fuga, lanzándose al vacío, mas Duque y Cañón,
al tocar tierra, atraparon al lince con tan sólo una ráfaga
de sus colmillos.
VIII
El charco de agua en el río Dajao
tenía un corchón de hojas mullidas en el fondo.
Los chicos nadaban como peces. Unos
se tiraban como delfines desde las peñas enriscadas.
Sus cuerpos desnudos relampagueaban
cuando, con el salto mortal, vencían la gravedad
El charco era un cajón, un hueco que sólo algunos
lograban travesar de lado a lado, fondeando el turbio telar.
Las sombras de los gigantes árboles refrescaban el aire.
Era la vida en estado puro, original.
Entre gritos y juegos de "panqueos", un niño
aprendía a nadar, morados los labios de frío,
con dos galones flotantes en sus brazos.
El niño supo que podía surcar el agua,
vencer el peso de su sombra
montado a caballito sobre los dos termos
atados a su abdomen.
Había en el Cajón una red secreta, natural, una fábula
para ser vivida y no para ser contada.
El cielo se abrió en el río y mostró su edén más límpido.
Tal vez aquello era la vida del Jardín del Edén.
El Cajón se convirtió así en una alberca para calmar
el sopor de las tardes tórridas.
Allí el tiempo nunca pasó, porque todo era eterno, intemporal.
Nunca Peter Pan ha salido de El Cajón
porque sus sueños flotan aún sobre aquellas aguas
encantadas.
IX
Llovía. Era, acaso, la primera vez que tenía conciencia
de una tempestad.
Los relámpagos abrían literalmente el cielo.
Algunos fogonazos caían sobre los cogollos de las palmeras.
No sabía por qué, pero es bellísimo ver
cómo un rayo se come de un bocado una mata de coco.
Por el estrecho sendero un filo de agua lavaba mis pies.
El barro forjó zapatos pegajosos. Las nubes,
revueltas por el viento y los relámpagos,
se vaciaban sin piedad. Las quebradas
despertaron por primera vez en años.
El cielo y la tierra escribieron en mi memoria
estas celestes travesuras. Y se borraron
las clases de primaria que llevaba
garabateadas en las pupilas.
X
Las cambiantes escenas de la luna, su cara redonda, cada noche
era para mí un banquete.
Cuando no era la luna, las estrellas; las luciérnagas del espacio.
En Pozo Colorado, en las noches de cielo raso,
sus tintineos suscitaban en mí un placer que me unía
al misterio de lo que, sin conocer, admiraba.
Yo no hacía preguntas aún, sólo gozaba.
Tan sólo vivía para la felicidad, porque entonces existía.
Volví a ser feliz cuando la luna ocultó el sol (España, 1995)
totalmente para mostrarme las constelaciones y las Pléyades.
Ellas, las estrellas, brillaron para mí con total fulgor,
tanto que, aunque quedara ciego, las vería parpadear
en su residencia celeste.
Sólo esta vez donde brillan las estrellas, no tiene luz el sol.
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